El árbol del verano intenso,
invulnerable,
es todo cielo azul,
sol amarillo,
cansancio a goterones,
es una espada sobre los caminos,
un zapato quemado en las ciudades:
la claridad, el mundo
nos agobian,
nos pegan en los ojos con polvareda,
con súbitos golpes de oro,
nos acosan los pies eon espinitas,
con piedras calurosas,
y la boca sufre más que todos los dedos:
tienen sed la garganta,
la dentadura,
los labios y la lengua:
queremos beber las cataratas,
la noche azul,
el polo,
y entonces cruza el cielo
el más fresco de todos los planetas,
la redonda, suprema
y celestial sandía.
Es la fruta del árbol de la sed.
Es la ballena verde del verano.
El universo seco de pronto tachonado
por este firmamento de frescura
deja caer la fruta rebosante:
se abren sus hemisferios
mostrando una bandera
verde, blanca, escarlata
que se disuelve en cascada,
en azúcar, ¡en delicia!
¡Cofre de agua,
plácida reina de la frutería,
bodega de la profundidad, luna
terrestre!
¡Oh pura,
en tu abundancia se deshacen rubíes
y uno quisiera morderte
hundiendo en ti la cara,
el pelo, el alma!
Te divisamos en la sed como
mina o montaña de espléndido alimento,
pero te conviertes entre la dentadura y el deseo
en sólo fresca luz que se deslie,
en manantial que nos tocó cantando.
Y así no pesas,
sólo pasas y tu gran corazón de brasa fría
se convirtió en el agua de una gota.
(Pablo Neruda, de Las Odas Elementales, 1954)
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